De guardia hasta el último minuto de residencia. Se terminó. Por fin llegó el final. Se terminaron los abusos, se terminó la esclavitud. Se abren las puertas de la celda. Por primera vez en años siento libertad.
Pocos entienden lo que se vive en estos cuatro
años de formación dentro de un hospital. No sé cuántas vidas se viven durante
la residencia, pero si sé que en un solo día uno recibe vida y también ve
partir. Los dos extremos de la vida y todas las crisis vitales en 24 horas y de
ambo. Nunca vi un grupo humano trabajando a este ritmo y con problemas de tanta
magnitud.
Orgulloso estoy del sacrificio, orgulloso estoy
de haber logrado algo que muy pocas personas podrían soportar. La exigencia, el
dinamismo, el mantenerse inmutable cuando frente a vos un ser se desmorona.
Seguir trabajando sin dejarse afectar por el cansancio o el estrés. Por otro
lado se hace muy difícil permanecer y resistir dentro de un sistema donde todo
acto de autocuidado, de autoprotección, todo acto que implique ponerle un
límite al abuso es tomado como sinónimo de mal compañerismo, de falta de
vocación y condenado por pares. La única forma de no tener problemas es dejar
que te pisoteen. Uno no es libre de programar un fin de semana lejos del
trabajo, de programar con anticipación el mes, uno no es libre de disponer de
su propio tiempo. ¿Cómo se sobrevive humano al hospital? ¿Cómo se permanece
sensible pese al veneno del sistema?
Personalmente todo lo pude. Infinitas guardias
de 24 horas cada 24 horas, 48-72 horas de corrido de trabajo, 30 guardias de 12
horas en un único mes. Nadie puede decir que me cuesta "agarrar" la
pala o que trabajo poco. Aprecio mucho el trabajo y aprecio mucho el cansancio.
La residencia resulta siendo una guerra, no una
guerra contra el sistema sino contra uno mismo. Uno aprende a renunciar al yo,
a dejar sus libertades y derechos de lado, a dar y servir incluso cuando ya no
quedan fuerzas. Sólo se tiene derecho a renunciar y es así que uno le permite a
"la corporación" que "forje" tu vocación.
Agradezco al cielo el
haber elegido una profesión que me mantuvo cerca del suelo, cerca de lo
sensible. Trabajar con niños me salvó. Este edificio está lleno de luz porque
los niños también lo están; una luz que trasciende la miseria de la adultez y
que, si uno sabe apreciarla, te sana.
No deja de sorprenderme el hecho de que aquellos
que tienen la suerte de elegir y ejercer una profesión resulten ser personas
que se aproximan más a la amargura, el hartazgo y la frustración que al
sentimiento de realización y estado de plenitud. Es evidente que algo malo pasa
en el medio. El sistema indudablemente termina corroyendo el deseo, la vocación
y los ideales de cada individuo. La masa es un monstruo que corrompe. “La
mayoría” como grupo imaginario o concepto filosófico es el gran elefante blanco
que pisa la iniciativa individual y obliga a nivelar hacia abajo. Dentro del
grupo nunca ví que se pelearan por trabajar de más, siempre lo fue con el
objetivo de hacer un poco menos. Muy diferente fue cuando volví a percibirme
como individuo independiente del grupo; ahí fue donde encontré la fuente de
motivación para hacer de más y no de menos, y no dejarme afectar por las
avivadas de los demás.
No es extraño ver cómo los profesionales están más
llenos de miedo que ganas, más llenos de miseria que gratitud, más llenos de
quejas que propuestas. No me extraña que la salud esté viviendo la crisis en la
cual se encuentra. Ya desde la facultad nos forman para competir, no para
construir y trabajar en equipo. No es difícil darse cuenta que la verdadera
crisis es de pertenencia.
Más allá del carajo de la adultez, reconozco y agradezco que este
hospital me dio mucho. Me dio en su justa medida frustraciones y
satisfacciones, derrotas y logros, silencios y palabras justas, ahogos y
respiros. Mucha gente dentro de este hospital me enseñó la profesión de
pediatra y unos pocos me enseñaron el oficio de serlo. Porque no todo está en
los libros.
Este lugar fue mi hogar y unos pocos fueron mi
familia. Nunca me quejé del laburo, al contrario, trabajé incluso estando
enfermo, sintiéndome señalado y en muy malos momentos. Hay poder y dignidad en
el trabajo y en el resistir. Cuando uno tiene la actitud del “yo puedo” cada
vez puede más y se conecta con personas que están en la misma sintonía.
Siento mucha gratitud hacia esta residencia y
este hospital que me formó y sacó lo mejor de mí. Gracias a esos médicos que
apuestan por la docencia y la formación de nuevos profesionales, claro está que
la docencia es un acto puramente altruista y desinteresado.
Después de esta larga guerra digo a viva voz:
¡ganó mi niño interior! Fortalecí mi amor por la pediatría y terminé feliz.
Buen final de guerra.
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